Microcuento 1:
Volvía a tener toda la calle por delante. Como hace un rato, pero ahora del otro lado. Y hace un rato iba con la tranquilidad que transmite la calle. Intransitada, con poca luz, empedrada. La calle sigue siendo la misma. El que no está calmado soy yo. No me interesa mirar atrás, me interesa correr. Huir, lejos. A mi casa. Pero si tengo que ir más lejos para estar a salvo, lo haré. No sé qué o quién me sigue, si es que algo o alguien lo hace. Mientras corro, veo los edificios a los costados. Los mismos por los que pasé hace unos minutos. Pero ahora siento qué hay gente que me mira. Que me vieron caminando tranquilo, que me vieron colándome en alguna casa, y que ahora me ven volver corriendo asustado. Como también siento que me persiguen, pero no me interesa comprobarlo. Elijo huir. Cuando esté a salvo veré cuál es mi situación. Pero claro, para eso debo llegar a estar a salvo. No sé si llegaré. Todavía lo veo lejano. Por las dudas, voy a seguir corriendo.
Microcuento 2:
Caminaba por la calle muy tranquilo. No había nadie más en un radio de 3 cuadras. Y no era la primera noche que salía a hacer ese paseo. Cuando llega a la tercera intersección, recuerda el arreglo que estaban haciendo en medio de la calle, cortando el camino. De la mano izquierda, había una casa muy grande, a la cuál podía colarse al jardín, saltar un paredón hacia la casa colindante, y de ahí salir al otro lado de la construcción y reencontrarse con la calle. Eso hace. Cuando cayó al otro lado del arreglo, después de saltar desde la reja de la segunda casa, sintió que se le congelaron los pies. Miró y se dio cuenta de que no tenía zapatillas. Espió a través de la reja, pero tampoco estaban del otro lado. Normal, si cuando saltó todavía las llevaba puestas. No estaban en ningún lado. No sabía si volver, si seguir su paseo o si buscar las zapatillas. En la casa de la cual saltó no parecía haber nadie. Pero no por abandonada, sino porque era 24 de enero, y era una posibilidad de que estuviesen de vacaciones. Le ganó el miedo del mal estado de la calle y la posibilidad de que se lastime el pie si volvía caminando. Trepó la reja y ya estaba en la puerta de la casa. Casi 100% confirmado, no había nadie. Lo primero que se le ocurrió fue trepar a un árbol y de allí saltar al techo del garage, e intentar entrar por una ventana. Eso hace. Y es lo último que recuerda cuando despierta sentado con los ojos vendados.
Microcuento 3:
Entró al museo para despejarse. Le quedaba de paso a su casa y no quería llegar. Entró apurado, compró la entrada y buscó un salón donde no haya nadie. Lo encontró. Se quedó viendo un cuadro. En un momento, miró al personaje central. Lo miró con atención en cada detalle. Pasó a mirar el paisaje. Lo miró atentamente también. En un instante, volvió la mirada al personaje, y luego volvió al paisaje. Pero después regresó al personaje, porque hubo algo que le llamó la atención. Los ojos del personaje no estaban mirando hacia abajo, sino que lo miraban a él. Se aterró. Volvió con la mirada hacia el paisaje, y luego de vuelta al personaje. Otra vez, lo miraba a él. Se alejó hacia la derecha, hacia el otro cuadro. Lo seguía mirando. Giró la cabeza hacia el frente, y en el cuadro que tenía adelante los 3 personajes lo miraban a los ojos. Se aterró una vez más. Quiso gritar pero no podía, estaba en un museo. En el lugar, rotó su cabeza hacia la derecha, y los nueve personajes de los cuatro cuadros de la pared que se encuentra a 5 metros lo miraban. Se dio vuelta para encarar la salida de la sala, y allí se encontraban decenas de personas mirándolo. Ahora sí gritó. O lo intentó a menos. No le salió, como si le hubiesen cortado la voz. Decidió huir. Corrió directamente hacia la salida de la sala y del museo, llevándose puesto a dos miembros del pelotón. Ni los sintió. Siguió corriendo, como nunca en su vida. No se sabe hasta dónde. Fue imposible seguirlo con la mirada.
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